Posibilidades de la abstracción

publicado en El Amante numero 181

En vano intentaríamos explicarle a un ciego de nacimiento qué es eso que los videntes llamamos ver. ¿Cómo haríamos? Sería inútil, por ejemplo, describirle un
color apelando a metáforas táctiles o gustativas. Venimos al mundo con nuestros sentidos y es a través de ellos que nos relacionamos con él. Pueden intervenir otras facultades (el entendimiento, la memoria, la imaginación), pero indudablemente los sentidos tienen un papel central e ineludible. Una vez que nacemos, comienza un proceso sumamente curioso: la educación de nuestros sentidos. El caos inicial de sensaciones al que, intuyo, nos enfrentamos al nacer (una multiplicidad de estímulos sueltos, inconexos e impredecibles) es lentamente transformado en una colección de objetos definidos, ordenados y sujetos a leyes. De a poco, por ejemplo, nuestros ojos ven objetos y relaciones de objetos y no líneas y colores. Que esto sea así facilita, prácticamente posibilita, nuestra experiencia diaria. Si estamos manejando por la calle y en vez de ver los autos que tenemos alrededor vemos un caos de líneas y colores, es probable que choquemos. Gracias a la automatización y el adiestramiento de nuestros sentidos, nuestra experiencia cotidiana puede transcurrir sin sobresaltos innecesarios.

Aunque es inevitable que nuestra relación con el mundo esté mediada por nuestros sentidos, es posible someterlos a un cierto grado de des-adiestramiento y des-automatización. Solemos hacer esto durante nuestros momentos de ocio. Estamos de vacaciones, no tenemos nada que hacer y miramos el mar. Lentamente éste va perdiendo su unidad y se transforma en una interacción incesante de patrones y texturas. Esto no quiere decir que volvamos a ver como bebés. Lo que en nuestra más temprana infancia era inevitable, ahora es buscado, y esta diferencia es insalvable. En el fondo, sabemos que estamos viendo el mar; simplemente jugamos a olvidarnos. Pero produce un gran deleite contemplativo abstraerse del mundo cotidiano en el que cada objeto tiene un nombre y una función, en el cada objeto es, en definitiva, un objeto y solo uno, separado de los demás, e intentar perderse en la constitución elemental, desordenada e indiferenciada del mundo.

Una de las atracciones del cine experimental es que nos ayuda a lograr esto, a desandar el camino de la percepción automatizada. A primera vista, uno estaría inclinado a creer que el cine abstracto es el que más nos permite zambullirnos en el mundo de las formas y des-automatizar nuestros sentidos. En www.ubu.com hay dos cortos abstractos del alemán Hans Richter: Ritmo 21 (1921) y Ritmo 23 (1923). Richter, que además de cineasta era pintor, productor y artista gráfico y que participó del movimiento dadaísta, fue uno de los primeros en realizar cortometrajes abstractos. Lo paradójico es que cuando vemos sus Ritmos tendemos a antropomorfizar las formas. Es decir, le otorgamos cualidades humanas a formas geométricas que no las tienen. Allá donde hay cuadrados moviéndose de un lado al otro, nosotros vemos una lucha de cuadrados por alcanzar el centro o un cuadrado con personalidad expansiva que desplaza a otro, y cosas así. Vemos los cortos intentando, quizás, alejarnos de la “tiranía de las historias y del mundo definido” y nuestra tendencia a ordenar, organizar y darle un sentido narrativo a las formas termina imponiéndose. Convertimos lo geométrico en narrativo.

A partir de 1925, Richter abandona las “luchas” de cuadrados y rectángulos y empieza a sumar a sus cortos pedazos recortados del mundo, como ojos, rostros y objetos definidos (Filmstuide, 1926). El director alemán sigue claramente obsesionado con los patrones rítmicos, sólo que ahora está interesado en los patrones rítmicos que existen en el mundo material o que se pueden crear a partir de él por medio del montaje. La transformación a la que sometemos al mar por medio de nuestra mirada, Richter se la somete al mundo por medio de su cámara y su moviola. Y así como en sus primeros cortos tendíamos a darle un sentido narrativo a las formas geométricas, en estos cortos figurativos tendemos a darle un sentido formal al mundo “real”. Los objetos dentro del encuadre importan mucho más por cómo se ven, cómo se mueven y cómo se relacionan entre sí que por lo que representan. Y lo mismo las imágenes: lo importante es la cadencia de su choque y no su organización funcional a un tema, un acontecimiento, una historia o una idea. El mundo queda reducido a sus ritmos y formas.

Conforme pasa el tiempo, Richter continúa sumando elementos a su cine. Aunque sigue interesado en los patrones rítmicos del mundo y en las posibilidades de inventarlos por medio del montaje, ahora sus preocupaciones se multiplican y disparan en otras direcciones. Fantasmas antes del desayuno (1927) está hecho con un espíritu puramente lúdico: los objetos se desdoblan y se escapan de su uso habitual. Un moño no quiere quedarse quieto, unos sombreros se escapan volando de sus dueños. Inflación (1928) ya es un corto directamente temático. Sin ser informativo, se refiere a la inflación alemana de 1923. Nos acerca a ella a través de choques de montaje eisensteinianos de imágenes-símbolos (un rico gordo fumando un habano, gente pidiendo plata en la calle, pilones de billetes que crecen y decrecen). Sinfonía (1928) gira en torno a una carrera de caballos: la preparación, la gente que llega, la carrera, la gente que se va. Lo central ahora es el acontecimiento y los movimientos de personas, animales y objetos que están involucrados en él. Por último, Two pence magic (1930), uno de sus mejores cortos, vuelve al ánimo lúdico de Fantasmas… Está hecho de imágenes narrativamente inconexas cuyas transiciones se dan por analogía. De la imagen de la luna pasamos a la cabeza de un pelado, de una mujer tirándose de un trampolín pasamos a una avioneta, y así, durante dos minutos. Lo importante de cada imagen vuelve a ser, como en sus primeros cortos, su constitución formal. Todos los cortos están en www.ubu.com.
Ezequiel Schmoller

Posibilidades de la abstracción (II)

publicado en El Amante numero 182


En el “qué me bajo” del número pasado hablaba de la educación de nuestros sentidos; de cómo, conforme crecemos, vamos adiestrando y automatizando nuestra percepción, lentamente transformando el caos de sensaciones al que nos enfrentamos al nacer en una colección definida de objetos. También decía que muchas veces el cine experimental puede ayudarnos a des-automatizar nuestra percepción e impulsarnos a perdernos en la constitución elemental, desordenada e indiferenciada del mundo. Hacer que los objetos dejen ser objetos y se conviertan en una interacción incesante de líneas, formas, colores, y texturas. H20 (1929), un corto de Ralph Steiner, ilustra esto a la perfección. El corto empieza con imágenes definidas en las que el agua tiene un papel central: una catarata, un arroyo, la orilla del mar. Son todas imágenes claramente identificables, todas en plano general. Con el correr de los minutos, sin embargo, los planos se van cerrando sobre el agua y ya no sabemos bien qué estamos viendo. O sea, no sabemos si estamos viendo agua de mar, de río o de arroyo. En algunos casos, incluso, aceptamos que estamos viendo agua porque el corto se llama H20, pero perfectamente podríamos estar ante cualquier cosa. Es decir, el corto nos dificulta, primero, e imposibilita, después, la tarea de catalogar mentalmente las imágenes (“catarata”, “arroyo”, “mar”) y, al final, no nos deja otra alternativa que ver sin identificar qué es lo que estamos viendo. En algo menos de diez minutos, Steiner reduce arroyos y lagos a líneas en movimiento. Y en este tránsito de lo reconocible a lo irreconocible, logra, además, momentos de una descomunal e hipnótica belleza.

Man Ray, en Retorno a la razón (1923), hace un recorrido exactamente inverso al de H2O. Su corto empieza con manchas negras y blancas que vibran incesantemente. De esta abstracción inicial empiezan a emerger siluetas y elementos difusos, apenas reconocibles: luces fuera de foco, sombras de clavos en movimiento, algo que parece una calesita girando, una estructura cuadriculada hecha de cartón. Finalmente, vemos una mujer que despierta y se incorpora en su cama. Así como Steiner iba de lo figurativo a lo abstracto en diez minutos, Man Ray va de lo abstracto a lo figurativo en tres.

Los dos cortos elegidos hasta ahora son muy particulares porque ambos, en buena medida, giran en torno a la relación entre lo figurativo y lo abstracto. En El puente (1928), de Joris Ivens, pasa algo completamente distinto. El corto está centrado en el complejo funcionamiento de un puente ferroviario levadizo de Ámsterdam. No es que sea un corto didáctico, pero Ivens está genuinamente fascinado por la lógica ingenieril del puente (que se eleva para permitir que pasen los barcos y vuelve a descender para que pasen los trenes), y, aunque no explique “científicamente” su mecanismo, organiza el material para que podamos apreciar las precisas y complejas articulaciones mecánicas de su funcionamiento. Así, de la imagen de un tren acercándose a toda marcha pasamos a la de un tablero atiborrado de palancas y botones y a un operario accionando algunos. De ahí, a las ruedas y cadenas del intrincado engranaje que comienzan a girar, de ahí al puente que desciende y de ahí al tren que pasa. El montaje es cronológico y causal. Sin embargo, no lo es siempre: a lo largo del corto Ivens se distrae una infinidad de veces con detalles ínfimos y laterales. De repente, la textura del humo que echa el tren cobra más importancia que el tren mismo. O de a ratos se aleja de la lógica causal y decide pasearse con su cámara por la gigantesca estructura metálica del puente, buscando o inventando patrones y simetrías. Ivens oscila entre la fascinación ingenieril y la fascinación formal, dos fascinaciones casi excluyentes. De esta forma, lo abstracto se va colando casi subrepticiamente en las imágenes.

Hasta ahora vimos un corto que va de lo figurativo a lo abstracto, otro que va de lo abstracto a lo figurativo y un tercero en el que algunos chispazos abstractos emergen involuntariamente de lo figurativo. Queda una cuarta posibilidad y es la del delirio total, en la que se cruzan y entrelazan y colisionan y explotan en mil imágenes lo figurativo y lo abstracto. En esta categoría entrarían los cortos Balet mecánico (1924), de Fernand Leger y Emak-Bakia (1926), de Man Ray. Ambas son películas-caleidoscopio, películas-aplanadora. Ambas agarran la realidad y la parten a pedazos. En ambas se evidencia un gusto por el artificio y por los trucajes dignos de Melies: los juegos con luces y espejos; la animación en stop-motion; los cambios de ritmo; las sombras deformadas que proyectan los objetos cotidianos; el encuadre fragmentado, duplicado, reduplicado y girando frenéticamente; los violentos zoom in y zoom outs. En el libro “El documental, historia y estilo”, Erik Barnow se refiere a este tipo de cine como “documentalismo abstracto”. En cambio, al tipo de cine que encarnan los cortos de Ivens y de Steiner lo denomina “documentalismo pictórico”. Son dos maneras de pararse frente a la realidad. En el caso del documentalismo pictórico se intenta “respetarla”: aunque se la encuadre con elegancia, aunque se resaltan algunas cosas en oposición a otras, se lo hace sin deformar nada de forma directa. Uno de sus objetivos es acercarnos a cosas que estaban siempre ahí pero que no habíamos sabido ver. El documentalismo abstracto, en cambio, le “falta el respeto” a la realidad: parte de ella para convertirla en otra cosa, juega con ella, la violenta y la exprime hasta dejarla completamente seca. Ambos enfoques, sin embargo, comparten un rasgo: contribuyen a hacer de nuestra percepción una facultad más despierta, más abierta y más elástica. Todos los cortos están disponibles en www.ubu.com/film/.
por Ezequiel Schmoller

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